Entonces se quedó pensativo e inquieto y, olvidando las reglas de urbanidad y de buena crianza, sacó una mano del bolsillo y se rascó largo rato la cabeza.
Siguió comiendo en silencio, y el mal humor se le veía hasta en la manera en que violó las leyes de urbanidad que sustentaban la reputación legendaria de los capitanes del río.
Más tarde, cuando la vio consumir el cuadril de la ternera sin violar una sola regla de la mejor urbanidad, comentó seriamente que aquel delicado, fascinante e insaciable proboscidio era en cierto modo la mujer ideal.