Todas las tardes, mientras mi padre hacía la siesta, nos sentábamos a coser junto a los tiestos de flores del pasamano, junto al ardiente fogoncillo del romero.
Allí todo parecía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo.